Pacientemente parada en la fila del banco, me alegré de que no hubiera tantas personas frente a mí. La vecina inmediata, una señorita vestida con ropa de quirófano, escuchaba abstraída música proveniente de sus mínimos audífonos. Pensé que se iba a quedar sorda. No era que estuviese mala la música, pero hasta yo escuchaba la voz de Bon Jovi y eso no indica una volumen razonable.
Luego, un señor de unos setenta y tantos años, camisa a cuadros sombrero bien puesto en la cabeza. A él lo vi cuando entré. Estaba en el área de cajeros con cara de exasperación. No podía sacar su estado de cuenta. Sencillamente el cajero no cooperaba con los números que traía anotados en un papel arrugado que sacó de la bolsa del pantalón. Una empleada del banco se acercó a ofrecerle ayuda y él, orgulloso, le contestó que no era necesario. Yo entré y mientras solicitaba el saldo de mi tarjeta de crédito –que a últimas fechas me traiciona y no llega a tiempo para que pague sin intereses-, me di cuenta que el señor acabó vencido. Pidió ayuda y la señorita, muy diligente, obtuvo el saldo y el hombre pasó a la fila con cara de quien pierde una batalla.
Después, un hombre con camisa de una empresa desconocida. Traía casco de moto en mano y una especie de portafolio pequeño. A él lo veo muy seguido. Coincidimos cada que voy al banco y deduzco que su trabajo es ser cobrador de la empresa que lo uniforma. Se la sabe de todas todas y cuando algo falla, inmediatamente se comunica con Alma, un personaje invisible que desde la empresa le resuelve todas las dudas. Me imagino a Alma como una mujer de mediana edad, usando lentes y con todos los años de experiencia como para ser cortés, pero firme con los dineros de la empresa.
Delante del mensajero estaba un hombre que bien pudo despertarse, ponerse unas horrendas patas de gallo, un pants verde medio huango y una playera donde al frente se leía con letras inclinadas “Aeropostale” e irse conchudamente al banco. Unos chinos despeinados y boca recién pasada por la baba del sueño completaban el magnífico cuadro. El hombre, ya entrado en sus cuarenta, no dejaba de hablar por teléfono con un “brother” con el que se notaba había vivido aventuras épicas propias de un chavo veinte años menor. Sus andanzas contrastaban con las marcadas arrugas de su cara. Un empleado se acercó a pedirle que dejara de hablar, cosa que Pants Verdes ignoró vilmente.
Al principio de la fila, y justo para pasar al recinto sagrado que guarda a esos oráculos que son los cajeros, estaba un hombre vestido con pantalón color beige, camisa blanca y una corbata verde a rayas. Comenzó por saludar muy correcto a la señorita que lo iba a atender y luego, sacó quién sabe de donde, un montón de papelitos con números de cuenta a la cual iba a transferir su dinero. Eran tres cuentas a nombre de diferentes mujeres. Luego, como si estuviera en diván de psiquiatra, comenzó a contarle a la cajera que la primera entrega iría para su primera ex esposa, una mujer a la que calificó de “radiante”, pero con un humor de los mil diablos. La hija que engendró con ella heredó lo “radiante” de su madre y lo guapo de su padre. En este punto no me que quedó de otra mas que observar a detalle al hombre y he de decir que en definitiva cada quien tiene conceptos muy variados en lo que a guapura respecta. En mi caso, el hombre guardaba un parecido inquietante con Regino Burrón, pero sin el bigote.
El segundo depósito iba para su segunda exmujer, una chica intelectualona que trabajaba en una institución de educación superior. Ella, a decir de su ex pareja, era una especie de Bidget Jones mezclada con Sigmund Freud. Las cosas no duraron mucho. La chica no aguantaba la ligereza del Burrón. Eso sí, tuvieron una hija con los rizos de la princesa de la película Valiente.
El último depósito, era para la madre de su tercera hija, una bebita que acababa de cumplir un año y cuya madre era una ex compañera de secundaria a la cual encontró una vez finalizado su divorcio con la intelectual. -“La chica es una lindura, pero se quedó estancada en los ochentas, ¿sabes?”-, lo cual, aparentemente, constituye una causal válida para separarse. Finalmente, el hombre dio las gracias y desde la puerta escuchamos a una voz de mujer llamándolo: –“Carlos, te espero en el estacionamiento”- Toda la fila volteamos y nos encontramos con un mujerón que nos hizo abrir la boca al unísono. Enfundada en un vestido de algodón largo, cabello semi recogido color castaño, ojos enormes y figura de Brigitte Bardot, la diva le hacía señas a Regino Burrón. Él, le contestó con un simple: -“Ya voy linda”-. Dio las gracias, se despidió y caminó con soltura hasta la puerta. Tomó la mano de la versión tunera de Brigitte Bardot y salió por las puertas de cristal.
En el banco se hizo un silencio sepulcral que se rompió cuando Pants verdes salió del azoro para afirmar con toda razón: -“¡Aijuela, verbo mata carita!”