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sábado 18 de mayo de 2024

Scoutwalker

Quizá no sea socialmente correcto decirlo, pero no soy de las mujeres a las que la maternidad les fluye con naturalidad. Hubo incluso una época […]

Yolanda Camacho Zapata

Quizá no sea socialmente correcto decirlo, pero no soy de las mujeres a las que la maternidad les fluye con naturalidad. Hubo incluso una época en mi vida cuando me cuestioné si quería tener pareja, si estaba hecha para tener una familia. Tener hijos no estaba ni en el futuro remotísimo.

No soy de las mujeres que se paran en la calle para ver a los bebés en las carriolas, ni tampoco pido a las madres que me presten a sus hijos para cargarlos por el mero gusto de tener cerca el olor de un bebé. No soy paciente y tiendo a hablarles a los infantes como si fueran adultos, lo cual hace que los padres piensen que les hablo rudo a sus criaturas.

Algunas veces pensé que algo malo había en mí por no querer tener lo que muchas niñas a mi alrededor querían. Cuando leí Mafalda, supe que yo no era ni sería Susanita. Me identifiqué más con la propia protagonista y con Libertad. Después, me justifiqué pensando que con el carácter que me cargo, de todas formas, nadie iba a aguantarme.

Luego, la vida suele hacer que uno se trague sus palabras. Marcos fue mi amigo desde la prepa. Mi cuate-brother-carnal. El tiempo y una serenata de diez de mayo para nuestras mamás en la universidad hizo que cambiara nuestro estatus y a mí me volteó los planes.

Cuando nació Padawan Scoutwalker, conocido en sus orígenes en estas páginas como el Moconete, lo pusieron en mi hombro así, mugriento como nacemos todos. Inmediatamente abrió sus ojotes y nos vio a Marcos y a mí, escrutándonos, como preguntándose “-¿Y estos son los adultos a cargo?-“ Mentiría si les digo que caí rendida en un tris. Lo quise desde el inicio, pero he aprendido a amarlo con el tiempo. Escribir esto, me hace contrariarme. Usualmente las madres afirman haber caído rendidas a los pies de sus hijos como por arte de magia. En mi caso, el proceso ha sido el del amor del día a día, constante y creciente.

Comencé a amarlo cuando en sus ojos encontré el éxtasis de quien ve el mundo por primera vez. Abría los ojos como si quisiera que cupiera todo el mundo en sus pupilas. No olvido la primera vez que mi hijo vio la lluvia con consciencia y tocó la ventana para cerciorase que aquello era posible y que el cielo cambiaba. Él sabía que presenciaba un milagro que el resto de la gente ya no percibe. Aprendí a volver a asombrarme del mundo gracias a él.

Cuando entró a la guardería, hice conciencia lo difícil que es sobrevivir. Desde aprender lo básico, como masticar para dejar atrás las papillas, hasta avisar para ir al baño. Mi hijo me recordó que lo que hoy parece nada, es todo, menos inherente. Cada actividad requiere un adiestramiento constante. Padawan Scoutwalker me recordó lo difícil que son tercero y quinto de primaria. Me hizo recordar lo mucho que me ha gustado la Historia y la Literatura desde siempre, y me ha hecho volver a sufrir con Matemáticas. Él, a diferencia mía, tiene facilidad para lo que a mí me hacía batallar en la primaria. Es preciso y analítico. Las ciencias exactas le van bien.

Lo he visto hacer amigos, sentirse parte de diferentes grupos que le han ayudado a saberse miembro de este mundo. Tiene cuates de todos tipos, colores y sabores. Sabe que él es único, pero no indispensable. Sabe que aporta a los grupos donde pertenece, pero que también él recibe de ellos en la misma medida. He visto cómo se relaciona con su hermano menor, cómo miden fuerzas, se pelean, negocian, se alían, se ríen, se hacen cómplices. Scoutwalker sabe que no está solo.

Creo que desde que abrió los ojos en el hospital en que nació, el Padawan mayor ha seguido observando el mundo a detalle. Frecuentemente llega y nos hace observaciones sobre situaciones que bien pudieron pasar desapercibidas. Analiza, saca conclusiones y comparte. El chavo es un preguntón nato y un parlanchín desparpajado. Puede irle perfecto en calificaciones, pero siempre tendrá puntos más bajos en conducta. Todavía no ha aprendido a callarse. Gracias al cielo. Nos gusta que cuestione todo lo que ve y que tenga la confianza para venir a preguntar a los adultos a cargo si tal cosa es así como se la contaron o no. Bien ha aprendido que no debe tragarse todo lo que le digan, así haya salido de boca de sus maestros o incluso de nosotros, sus padres.

Padawan Scoutwalker ya no es aquél bebe que usted y yo conocimos cuando comencé hace once años a escribir esta columna. Mi hijo está a un paso de la adolescencia. Crece en independencia y aunque siempre atesoraré a aquél bebé greñudo que fue, no voy a extrañarlo. Ahora tengo a un hijo en la pubertad. Sensible, pero de carácter fuerte, que a veces no se entiende ni él mismo, pero que con el tesón que lo caracteriza, dejará sangre sudor y lágrimas con tal de comprenderse. Es un experto detector de incoherencias propias y ajenas, por lo que buscará, estoy segura, darse sentido a sí mismo. Aquí estaremos nosotros para ayudarlo en lo que se le ofrezca.

Ayer mi hijo cumplió años y yo lo veo ahora mismo. Está entrenando con sus amigos, nadando. Está caminando en la sierra con los scouts, mochila al hombro. Está en el comedor, estudiando solo con un montón de libros regados alrededor. Está sentado en el sillón de la tele, acurrucado con la cobija que tiene desde bebé. Está en el asiento trasero del carro, confesando que no entiende la fe ciega que algunas personas tienen en su religión. Está en la cocina, contando algo que vio, que entiende, pero que no acepta. Está muerto de la risa por la noche, cuando me gana en el pequeño juego diario que mantenemos desde hace años.

Hoy escribo en su honor, con agradecimiento porque me ha enseñado a ser madre. Lo único que llegué a pensar que no sería. Que la vida le conceda ser todo aquello que ha soñado y que lo sorprenda como a mí, convirtiéndose en aquello que hoy ni siquiera se imagina.

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