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Miguel R. Valladares García

viernes 22 de agosto de 2025

Milagro en Venezuela

“ Está muy bien dotado de allá abajo ¿verdad?”. Así le dijo a su esposa el flamante papá del recién nacido al tiempo que lo […]

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“ Está muy bien dotado de allá abajo ¿verdad?”. Así le dijo a su esposa el flamante papá del recién nacido al tiempo que lo contemplaba con orgullo. “Es cierto –respondió ella-. Está muy bien dotado. Pero en los ojos sí se parece a ti”… Le contó una chica a otra: “Ayer mi papá salió del clóset”. “¿De veras? –se asombró la otra-. ¿Es gay?”. “No –explica la muchacha-. Es muy distraído, y pensó que había entrado en el coche”… Una señora tenía ya varios años de casada y no había encargado familia. Le comentó una vecina: “Yo tampoco podía encargar, pero recurrí a un brujo llamado Pitoloco, y de inmediato salí embarazada”. Declaró la señora: “Mi esposo y yo ya fuimos con él, pero no obtuvimos ningún resultado”. Con una sonrisa le aconsejó la otra: “Ve tú sola”. (Desgraciado Pitoloco, ya me imagino el tratamiento que a tus pacientes das)… El Padre Jáuregui era un amable sacerdote de mi natal Coahuila. Todo mundo lo quería bien por su bondad y sencillez. Fue él quien al estar confesando a una mujer se salió del confesonario al tiempo que exclamaba con escandalizada voz que en todo el templo se escuchó: “¡Ah bárbara! ¡Déjame ver quién eres!”. Ejercía el muy querido párroco su ministerio en Piedras Negras. Cuando allá por los años sesentas empezó a verse la televisión en esa ciudad de la frontera, el Padre Jáuregui se compró en Eagle Pass un televisor, cuya importación estaba prohibida. Fiado en la buena amistad que tenía con los vistas de la Aduana lo puso en la cajuela de su coche y con él llegó a la garita. Para su desazón se halló con la ingrata novedad de que los aduanales que conocía habían sido sustituidos por otros recién llegados de la Capital. El encargado de la revisión le pidió que abriera su cajuela. “No traigo nada, hijo” –aseguró con vacilante voz el sacerdote. “Razón de más para que la abra” –insistió el hombre. Mal de su grado abrió la cajuela el azorado presbítero. A la vista del vista apareció el televisor. “¿No dijo usted que no traía nada?” –le dijo con severidad el aduanal. “Hijo –farfulló consternado el Padre Jáuregui-. No me explico esto. ¡Es un milagro!”. “No, padrecito –le dijo tranquilamente el otro-. Van a ser dos milagros”. Y dos mil pesos tuvo que pagar el señor cura para poder pasar su tele. Los milagros, dice la teología católica, son manifestaciones extraordinarias de la presencia de Dios en la historia de los hombres. Tienen explicación: aquel que formuló las leyes naturales puede suspenderlas. Hoy el cientificismo propio de la modernidad no admite la existencia de los milagros. La propia Iglesia aconseja prudencia para aceptarlos, y otorga cierta libertad a los fieles para creer o no en ellos. Digo todo esto porque será un milagro que Chávez pierda mañana la elección en Venezuela. ¿Habrá milagros en ese campo tan pervertido, la política?  Quizá los haya. Sobre todo cuando se necesitan mucho… En el antro un muchacho le preguntó a la chica a quien acababa de conocer: “¿Cuántas copas se necesitan para ponerte loca?”. “Con dos es suficiente –respondió ella-. Pero no me digas ‘loca’”. (No le entendí)… Un agente viajero le contó a otro: “Empecé muy mal el día. Anoche llegué a mi casa después de un viaje largo. Mi esposa dormía ya. Cuando esta mañana despertó entreabrió los ojos, adormilada, y me dijo en la penumbra de la habitación: ‘Hola, Bill’”. Pregunta el otro: “¿Y por eso dices que empezaste mal el día?”. Responde el primero: “Es que me llamo Joe”… Un caníbal manifestó en la mesa: “Mi suegra no me gusta nada”. Otro antropófago le sugirió: “Entonces cómete nada más las papas”… Un oficial de tránsito llamó a la puerta de un sujeto. Cuando abrió el hombre le dijo el policía: “Cerca de aquí se registró un accidente de automóvil, y el conductor culpable huyó del sitio. Un testigo cree haber reconocido el vehículo. ¿Ha manejado usted su coche esta mañana?”. “No –respondió el tipo-. Tengo tres días sin salir de mi casa. No lo he usado”. “Perdone –insistió el oficial-. Acabo de poner la mano sobre la capota del motor de su auto, y está caliente”. Replicó el individuo: “Póngase usted la mano sobre la pilingueta”. “¿Para qué? –se amoscó el agente de la autoridad. “Verá que está caliente –contestó el otro-, pero eso no es prueba de que la haya usado”… FIN.

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